¿Por qué algunos países crecen y otros no, aunque tengan recursos parecidos? Esa fue la gran pregunta que disparó una revolución silenciosa en la economía. Y sí, aunque no lo sepas, esa discusión todavía define los debates actuales, incluso en Argentina, con referentes como Javier Milei citando a economistas como Robert Solow o Paul Romer. Pero antes de sacar conclusiones, veamos de qué va esto del crecimiento económico.
Todo arranca a mediados del siglo XX. Dos economistas, Robert Solow en Estados Unidos y Trevor Swan en Australia, publican casi al mismo tiempo un modelo que cambiaría todo: el modelo de crecimiento neoclásico. ¿Qué decían? Que el crecimiento sostenido de una economía no depende solo de la acumulación de capital o del trabajo, sino de algo que ellos llamaban "progreso tecnológico exógeno". O sea, avances que vienen desde afuera del sistema, como una mejora tecnológica inesperada.
Pero pasó algo raro. Al aplicar su modelo a los datos de EE.UU., Solow descubrió que el capital y el trabajo explicaban solo una parte del crecimiento. Había un “residuo” sin explicación. Y ahí se prendió la lamparita: había que mirar más allá.
Ese “algo más” empezó a definirse como capital humano. Gary Becker, de la Universidad de Chicago, propuso una idea simple pero poderosa: las personas que estudian, se capacitan y cuidan su salud son más productivas. Eso es capital humano. Desde ahí, surgieron modelos nuevos que ponían al conocimiento, la educación y la innovación en el centro.
Más tarde, en los 80, Paul Romer dio otro paso gigante. Dijo: el conocimiento no es como una máquina, se puede compartir sin que otro lo pierda. Propuso que las empresas invierten en investigación porque, aunque no puedan quedarse con todos los beneficios, sí ganan ventajas. Así nació la teoría del crecimiento endógeno. Ya no hacía falta suponer que el progreso caía del cielo: ahora se lo podía explicar.
¿Y Javier Milei qué tiene que ver con todo esto? Bueno, él suele citar a Solow y otros autores de esta tradición para reforzar su postura: que el crecimiento no se logra con gasto público, sino con inversión, reglas claras y libertad económica. En su visión, la Argentina estancada se parece más a un país que dejó de invertir en capital humano e instituciones, que a uno con falta de recursos.
El contraste es evidente: mientras países como Irlanda o Corea apostaron por educación, innovación y apertura, la Argentina zigzagueó entre estatismo, gasto ineficiente y cortoplacismo.
La conclusión es sencilla: no hay magia. El crecimiento económico, como muestran Solow, Romer y otros, depende de cuánto apostamos al conocimiento y la libertad para emprender.